lunes, 10 de enero de 2011

Abuelito Dime Tú Qué Sonidos Son Los Que Oigo Yo


La historia del primer libro que leí es medio maraca, no porque leer libros sea de maraca, sino porque se trató de Heidi, el libro de Johanna Spyri.

Todo empezó casi 100 años después de que Johanna Spyri escribiese ese libro, en 1978, cuando ATC comenzó a emitir un animé japonés que contaba esta historia. Yo tenía 6 años, cursaba el primer grado, abusaba de la televisión y, por supuesto, me enganché. Viéndolo en retrospectiva, creo que fue porque era la primera vez que veía una historia con continuación, ya que los dibujitos animados de aquella época (90% de Hanna-Barbera y 10% de Disney), eran simples cartoons de 5 minutos cada episodio. En Heidi, la historia se desarrollaba en 52 episodios, y contenía espectaculares giros narrativos como, por ejemplo, cuando Heidi tiene que dejar los Alpes suizos para ir a vivir a Frankfurt, con la lisiada Clara Sesemann y la maldita malcogida Señorita Rotteinmeier. Uno podía identificarse con el sufrimiento de esa niña,
y percibir cómo su cuerpo se enfermaba para volver a los Alpes. Otro aspecto narrativo interesante era observar la transformación de su abuelo, que pasaba de ser un viejo hosco y malhumorado a ser un viejito re-copado.

El animé causó un furor de rating, que desembocó en el aluvión de merchandising correspondiente. No existía McDonald en Argentina, pero si hubiese existido descarten que la cajita feliz hubiese sido de Heidi.

Una tarde, estaba en lo de mi abuela María, y mi tía Marita vino con regalos. A mí me regaló ocho fascículos con historias cortas de Heidi, ilustradas igual que el animé. Pero a mi prima Mariela, que rondaba los 10 años, le regaló el libro Heidi de la colección Robin Hood.


De inmediato tuve sentimientos encontrados. Por un lado estaba contento con mi regalo, pero por el otro sentí que me estaban re-garcando. Mis fascículos tenían ocho páginas con tipografía Arial fuente 16, mientras que el libro de mi prima tenía como 300 páginas en Times New Roman fuente 10. Era evidente que había mucha más información en ese libro que en la pedorrada que me habían regalado, sin contar el rico olor que tenía el libro de tapas duras plastificadas, y sentí una necesidad extrema de interiorizarme sobre eso, así que decidí armar un escándalo mayúsculo. Lloré, pataleé, grité y, presa de un ataque de nervios, exigí con desesperación que me compren ese libro. Todos mis familiares trataban de calmarme, con argumentos del estilo que yo era muy chiquito y no iba a poder entenderlo, que cuando crezca un poco más me lo compraban, que cuando mi prima lo terminase me lo podía prestar, que era un libro para nenas, y que no tenía que ser tan desubicado y llorón. Pero yo era un niño índigo, insoportable, curioso, hiper-activo y caprichoso (cualidades que, en su mayoría, sigo conservando), que no me iba a dar por vencido. No se estilaba putear a los adultos en ese tiempo, y yo no conocía todas las malas palabras, pero si hubiesen podido traducir mis sentimientos, les hubiese gritado con todas mis fuerzas: “Miren, hijos de putas de conchas desgastadas, o me compran ese libro o me adelanto 3 años a los Shocklenders.”

Obvio que me salí con la mía, y un par de semanas más tarde tenía mi ejemplar de Heidi. Y, obvio también, que me di cuenta que los adultos tenían razón. Era demasiado complicado para un chico de 7 años recién cumplidos, y encima el primer capítulo era un embole donde la tía de Heidi estaba llevándola a la montaña, y en el camino le contaba a una amiga toda la historia previa sobre los padres de Heidi. Tenía como 20 páginas ese capítulo. ¿Y a mí que me importaba? Yo quería llegar a la parte en que el abuelo no la quería recibir y la tía se iba, dejándola igual. Con mucho trabajo llegué a esa parte, y me seguía calentando porque el libro no se correspondía a la perfección con el animé (por ejemplo, Pedro el pastor se llamaba Peter.) Muchas veces pensé en abandonarlo, pero mi orgullo me lo impedía. Había roto tantos las pelotas que no me podía permitir darle la razón a los adultos. Jamás oiría “¿Viste? ¡Te dijimos que eras muy chiquito!” ¡Minga! Tardé un montón pero me lo leí todo. Por la mitad, le encontré el click y empecé a disfrutarlo. En los años venideros lo releería varias veces.

Cuando terminé de leerlo, algunos adultos me felicitaban, y yo no entendía por qué. Como mis padres leían, yo creía que todo el mundo leía, que yo solo me había adelantado un poco, pero que me esperaba un futuro donde tendría tertulias con mis amigos para discutir cuál era el mejor libro de Hermann Hesse, hablar sobre los libros y la pinta de rock star de Julio Cortázar, o preguntarnos si Borges se drogaba para escribir o ya había nacido drogado (yo hubiese sido defensor de esta última postura.) Sin embargo, la realidad me golpeó duro otra vez. El sábado pasado tuve un lechón con mis amigos y hablamos sobre Amigacho.

No hay comentarios.: